miércoles, 25 de abril de 2012
Bancos - Santiago Amodeo y Alberto Rodríguez
Desde mi ventana veo la calle de los bancos:
el colosal Banesto de puertas giratorias,
el todopoderoso Santander,
el coqueto Popular,
BBV, Urquijo, Hipotecario
o el sospechoso Pastor.
¿De qué vive ese banco?
No conozco a nadie que tenga una cuenta en ese banco.
Ni siquiera a nadie que conozca a alguien que tenga una cuenta ahí.
Muchas mañanas planeo un robo.
Un robo auténtico.
Lo hago meticulosamente, detalle a detalle,
amarrando cada cabo,
evaluando situaciones imprevistas...
Nada de improvisaciones en mi robo.
Elijo un banco.
Por ejemplo... uno inglés:
el Barclays.
Lo vigilo por el día,
lo vigilo por la noche,
vigilo a sus empleados y su sistema de seguridad.
Hago anotaciones, dibujo croquis...
Todo un conglomerado de signos, flechas, números y nombres.
En ocasiones,
en perfeccionar mis mejores golpes he tardado meses enteros.
No es éste el caso.
El Barclays se ha revelado como una presa sorprendentemente vulnerable.
En menos de dos semanas, lo he desnudado de tal forma
que podría pasearme por sus brillantes arcas como si fuera mi cuarto de baño.
Justo el momento en el que debo verificar mis observaciones
en el campo de pruebas.
Aquí empieza lo que yo llamo mi elemental modelización psicogeométrica:
un plano a tiza sobre la arena a escala real.
Primero las dimensiones:
muros, puertas, ventanales y mobiliario.
La mesa del ordenador a dos metros a la derecha de la puerta,
a la izquierda sofá de diseño y el cenicero de pie,
una columna algo más allá
y la ventanilla con doble cristal antirrobo.
Ahora los empleados.
Una fregona es el guarda de seguridad.
No se mueve de la puerta de salida ni un instante
de modo que resulta fácil de controlar.
Para la señorita pimpollo de los ojos grandes un reloj FEBER-POP.
Atiende la ventanilla de cobros y cuentas corrientes,
no más de un par de veces al día se acerca a la mesa del ordenador.
Bueno... Nos queda el itinerante hombre del bigote engomado.
El jefe.
Para él, recipiente superoil multigrado y una pelota vieja.
Sin duda este tipo serio y movedizo es el verdadero peligro.
Le supongo un celo desproporcionado,
capaz de dar la vida por la empresa.
Lo bueno de tratar con un banco inglés es que no hay colas.
En este en concreto, entre las 12h00 y las 12h30 de la mañana nunca hay un alma.
El Barclays es un banco selecto.
Nada de viejas pegando gritos,
ni repartidores de refrescos heróicos que venían a recoger su nómina
y acaban en la portada de El Mundo con un balazo entre las cejas.
Comienza el baile.
Pistola en la cabeza del vigilante:
"Que nadie se mueva o le reviento la cabeza a este capullo"
"Tú, señotira pimpollo, llena ese maletín de billetes hasta que se empache"
"¡Y no se te ocurra tocar la alarma!"
¿Y el idiota del bigote engomado?
¡A la mierda!
Había hecho un movimiento extraño.
Un mártir más para las vitrinas del Barclays.
Cojo el maletín y a la calle,
a correr como un galgo.
50 metros y tiro el maletín al contenedor de basuras del hospital.
Todo ha salido a la perfección.
Próximo intento.
Esta vez sin sangre.
Pistola en la cabeza del vigilante,
parrafada a la señorita pimpollo
y amenazas al itinerante hombre del bigote engomado.
"¡Usted, hijodeputa, ni pestañees si no quieres que te reviente la cabeza!"
Eso basta para amedrentarlo.
Maletín bajo el brazo y fuera. Nuevo éxito.
"¡Que nadie se mueva o le reviento la... la...!"
Con esta forma mía de planear nada puede salir mal.
Se trata de evitar la lectura tangente del hecho delictivo,
el robo como concepto abstracto, ése es el error.
Un robo es algo muy personal, algo íntimo.
Hay que mimarlo como a un gatito.
Tocarlo, besarlo, adorarlo, hasta hacerlo tuyo.
Absolutamente tuyo.
Vuelvo a alejarme unos pasos y pistola en la cabeza del vigilante.
"Muy bien, ya sabéis lo que significa esto, ¿no?"
Pruebo mi atraco versión cliente inesperado.
"Bien, ¿y usted podría echarse al suelo?"
Iitinerante hombre del bigote engomado atrincherado en su despacho.
"¡Venga! ¡Salga de ahí o tiro la puerta abajo!"
O vigilante intrépido que intenta arrebatarme el arma
y termina con los sesos esparcidos por el raso gris marengo.
Pruebo con alarma.
"¡Ah! ¿No quieres cooperar, no? Botoncito..."
E incluso con un coche de policía cerrándome la salida.
"Bien, como pueden ver tengo un rehén."
"Así que déjense de tonterías si no quieren que manche la acera."
Siempre logro salir.
Millonario.
Literal y felizmente millonario.
Día D.
El mundo me debe algo.
¿No creéis que el mundo me debe algo?
Sí.
Me debe algo.
Esos bancos y los millones y millones que guardan en sus panzas metálicas
son la prueba.
No hace mucho que mi calle no era más que una suma
de comercios familiares, de fachadas sucias y pintura descascarillada.
Entonces todo era perfecto.
Pero ahora se ha roto el equilibrio.
Esos bancos que me han puesto en la nariz misma
no son sino... un desafío.
Me hace feliz saber que los tengo cogidos por los huevos.
1972, crisis del petróleo.
La bolsa de Nueva York cae en picado
y miles de millones de dólares huyen desde Wall Street hacia Oriente Medio.
De allí salen para bancos suizos y fondos de inversión en Japón,
desde donde emprenden el camino de regreso a Nueva York,
al negocio inmobiliario.
Y sólo en 24 horas.
Es físicamente imposible que tanto dinero
haya recorrido tantos kilómetros en tan poco tiempo.
Eso evidencia que el dinero, a partir de ciertas cantidades, es abstracto.
Puedes comprar lo que quieras sin mover una moneda.
Siempre que puedas demostrar que tienes para pagar.
Como mis atracos.
No necesito robar esos bancos.
Sólo necesito saber...
...que puedo robarlos.
Esta vez preparo algo grande:
el asalto al Banesto.
Parece inexpugnable,
pero sólo lo parece.
"¡Que nadie se mueva o le reviento la cabeza a este capullo!"
"Y tú, Mortadelo, las manitas donde pueda verlas."
"Vamos a ver. Esto es muy sencillo."
"Si todos colaboran no va a pasar nada."
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